El PianistaCuando lo vi, estaba sentado de espaldas a la puerta, con los brazos caídos hacia los lados de su delgado y larguísimo cuerpo. La mirada fija en la partitura, ensimismado, inmóvil como esperando que llegara alguien a darle cuerda para poder moverse. En cuanto sintió mi presencia comenzó a tocar suavemente las teclas del piano, interpretaba una melodía dulce, desconocida para mí.
Sin hacer ruido me senté en una de las pilas de partituras que invadían toda la habitación. Se sabía acompañado pero no paró. De pronto comenzó a tocar tan intensamente que se convulsionaba conforme recorría el teclado de un lado para otro. Me levanté de un salto, asustada, y de inmediato regresó a la pieza inicial. Me volví a sentar y el a su ritmo frenético, como si tuviera ojos en la nuca y le molestara verme maltratar sus partituras - como un niño caprichoso, haciendo un berrinche- cuando me levanté, reinició lenta y acompasadamente la suave melodía.
Me quedé ahí, inmóvil, no sabía qué hacer; no podía sentarme, ni hablarle, ni siquiera moverme por la habitación con todas esas pilas de papel, solo cabía el piano en el único muro despejado, el piano y una pequeña ventana que iluminaba la partitura y hacía más brillante su deslavado frac. Me causó gracia que estuviera reclamándome de esa manera y me sentí un poco ridícula por la situación. Perdí la noción del tiempo. Decidí interrumpirlo cuando me di cuenta que comenzaba a bajar el sol. No me iría hasta lograr la entrevista que me encargaron en la redacción y tímidamente me presenté:
_Sr N soy M de la agencia de prensa…
Interrumpió su interpretación, solo su dedo índice tocando la tecla: DO, DO, DO, DO grave.
_ Vengo a lo de la entrevista…
Ahora un RE, RE, RE, RE.
_ Vi la puerta abierta y…
Se puso como loco, comenzó a aporrear el piano sin tocar melodía alguna. Me refugié de nuevo en el silencio, estaba a punto de despedirme sin importar su enojo o el de mi jefe por no cumplir con el encargo, cuando el ultimo rayito de sol se desvaneció y apagó la luz que iluminaba la partitura, de inmediato sus manos se detuvieron, se levantó del pequeño banco parsimoniosamente, se alisó los escasos mechones lacios, se estiró el traje de un jalón, giró sobre sus talones, me miró a la cara y con una reverencia un poco exagerada me sonrió, alcanzó mi mano y me dijo con una voz clara y amable:
“Encantado señorita M estoy a sus órdenes”